CONSAGRACIÓN DE LA PRIMAVERA

Me declaro mediterránea, atea, andaluza y hedonista (de la rama epicúrea/racional). Bien, aclarado este punto, me declaro amante de la Semana Santa.

Con este tema parece ser que hay que polarizarse: o eres capillita-cofrade hasta la médula y llevas tus imágenes colgadas al cuello (en oro a ser posible); o eres ateo militante y pides que los pasos acaben como los ninots.
En medio de estas dos posturas nos movemos el común de los mortales.
Cuando el aire empieza a templarse y a oler a azahares, ha llegado la primavera, y esto es independiente de cualquier fecha estipulada en los calendarios, algunas veces pasa incluso a primeros de febrero, otras, bien entrado abril. Nos quitamos los ropones de invierno y la piel renace, volvemos a sentir el calorcito del sol en los hombros y en la nuca. Cambia la luz y el ánimo de las personas.
Perséfone emerge de las profundidades del Tártaro, y la tierra la recibe con alegría, es el momento de sacar las diosas y los dioses a la calle.
Hay un sentido trágico, profundamente religioso de vivir estas fiestas, imagen de un crucificado que se retuerce de dolor sobre el instrumento de tortura, signo de recogimiento y penitencia, austeridad castellana nacida en los páramos secos e ingratos.
Y hay otro, mucho mejor, que son las diosas, eco de la Dama de Elche y de la de Baza, almidonadas en oro y brocado, parapetadas tras una escalera de luz de velas que se pasean mayestáticas bendiciendo la tierra.
El que lleven unas lagrimillas de cristal y ostenten unos nombres de lo más gore-rimbombantes, solo son concesiones que le hacemos al barroco y que ofrecen la coartada religiosa para mantener la celebración durante siglos, porque siguen siendo las mismas diosas, traviesas, eternas, travestidas, que vuelven a pasearse entre sus hijos.
El aire huele a incienso, lleva más de tres mil primaveras oliendo a incienso, te vistes con tus galas más favorecedoras, y te dedicas a las libaciones como prescribe la tradición, largas noches correteando por la ciudad, para intentar verlas en todas sus advocaciones, apretujones entre la multitud y el retumbar de los tambores reverberando en las vísceras.
Los borlones van pegando contra las varas de palio, reproduciendo el sonido de las drizas contra el palo de un barco, como un ornamentado metrónomo, al compas de los pies de los hombres de trono.
Sobre la trama del ruido de la gente, se va bordando el sonido de las campanas, en las cabezas de varales, que marcan los descansos; de las campanillas, que se hablan en su cristalino idioma, a lo largo de las filas de nazarenos.
Cuando ya has “recogido” a algún trono y empiezas a “recogerte” tu, acabas preguntándote como hay gente que no entienda que esto es una fiesta, una hermosa y antiquísima fiesta.

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