LA ANGUSTIA DE LO IRREMEDIABLE


Por el pasillo de un hospital se deambula intentando que los zapatos no chirríen. De la habitación al puesto de enfermería, o, en un simulacro de libertad, hasta el parking para poder disfrutar del aire fresco que nos va desintoxicando la piel.

El tiempo, se estira y se encoje sin criterio ninguno, la espalda duele por la inmovilidad constante en los sillones trillados por la ansiedad y el dolor, que no son mas que ecos de la ansiedad y el dolor de las camas.

El calor, compacto y enfermizo lo llena todo, para escapar de él hay que huir del edificio, rápidamente, por el laberinto de ascensores y pasillos hasta la puerta que gentilmente se abre a tu paso.

Los centros de flores un poco ajados lucen en los mostradores. Son recordatorios de enfermos que ya no están. Los miras de soslayo, mientras buscas el mechero ¿Sanarían?

Las manos, el pelo, la ropa, todo se impregna de esa sensación de contaminación, de ese olor mezcla de desinfectante, aliento enfermo, sangre y lagrimas. Olor que te envuelve con el calor y esa luz que solo existe en los hospitales, para sumirte en un sopor constante y pegajoso que va absorbiendo la vitalidad de todos los que pasan en las habitaciones más tiempo del necesario.

Te lavas las manos, con la esperanza de mantenerlas ajenas a la enfermedad que cubre los muebles y que llena el aire, pero no sirve de nada, aunque no te las seques, tienes que tirar del pomo, seguramente eso te hace que las vuelvas a sentir contaminadas.

Y vas pensando todas esas cosas, para no pensar en la persona que yace en la cama, para no ver el dolor, el paso del tiempo, el desgaste de vivir, ¿Dónde se han ido los años, la lozanía? Si la energía no se destruye ¿El tiempo tampoco? ¿Dónde está ese tiempo? ¿A qué dimensión, a que recuerdo se expatría?.

Los tacones se han convertido de zapatillas de paño que posiblemente no se volverán a usar. Los collares son tubos que facilitan la respiración. Las pulseras tienen un nombre pintado burdamente a mano o un código de barras y el peine casi forma parte de un imaginario del que ya dudamos que llegara a existir en algún sueño loco de otros tiempos.

Agua embotellada, caramelos de menta, toallitas húmedas, y un constante malestar de estomago que protesta por el descontrol de su rutina.

Campaneo monocorde de un teléfono, por el que la gente habla para no exponerse a ser impregnado por la desolación de las visitas…Y a todos nos gustaría huir; huir de padecer, de contemplarlo, de sufrirlo.

Pero estamos ahí, hojeando estupefactos revistas del corazón que amablemente te informan de incongruencias todo color, y mientras paseas la vista distraída por el corte impecable de los trajes de fiesta, pides a todos los dioses que derramen misericordia sobre sus criaturas.

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