LA LUNA Y LA LUZ


El disco de la luna pendía por el este en un cielo sin nubes e iluminaba con su luz la soledad de las alturas.

No somos conscientes de que la luz del día desplaza a la oscuridad. La luz del día, incluso cuando no hay nubes que oculten el sol, nos parece simplemente el estado natural de la tierra y el aire.

Cuando pensamos en las colinas, pensamos en las colinas bajo la luz del día, del mismo modo que pensamos en un conejo con su pelaje.

Stubbs pudo imaginar el esqueleto dentro del caballo, pero la mayoría de nosotros no podemos: y tampoco solemos imaginar las colinas sin la luz de día, aunque la luz no sea una parte de la propia colina como el pelaje es parte del caballo.

Damos por sentada la luz del día. En cambio, la luz de la luna es otra cuestión. Es inconstante.

La luna llena mengua y reaparece. Las nubes pueden oscurecerla hasta un punto que no pueden oscurecer la luz del día.

El agua es necesaria para nosotros, pero una cascada no lo es. Y siempre que encontramos una cascada, no es sino algo superfluo, un bello ornamento.

Necesitamos la luz del día, pero no la luz de la luna.

Cuando llega, no cubre ninguna necesidad. Transforma. Cae sobre los márgenes y la hierba, separando una larga brizna de otra; convirtiendo un montón de hojas marrones y mates en innumerables y álgidos fragmentos; o iluminando las ramas húmedas como si la propia luz fuera dúctil.

Sus largos rayos se derraman, blancos y afilados, entre los troncos de los árboles, y palidecen y retroceden al penetrar en la brumosa distancia de los bosques de hayas.

A la luz de la luna, dos acres de basta hierba curvada, ondulante y alta hasta el tobillo, despeinada y áspera como las crines de un caballo, parecen las olas de una bahía, llenas de senos y huecos sombríos.

La vegetación es tan espesa y enmarañada que ni siquiera el viento la mueve, pero es la luz de la luna lo que parece conferirle quietud.

No tenemos en consideración la luz de la luna. Es como la nieve, o como el rocío en una mañana de julio.

No revela, sino que transforma lo que toca. Y su débil intensidad —tan distinta de la luz del día— nos hace conscientes de que es algo añadido a la colina a fin de conferirle, sólo por un breve intervalo, una cualidad singular y maravillosa que deberíamos admirar mientras podamos, porque pronto desaparecerá.

La colina de Watership. Richard Adams

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