No me acuerdo de su apellido, puede que no lo haya sabido
nunca, cuando eres pequeña no te fijas en esos detalles.
La señorita Delia era mulata (creo), de la Guayana inglesa,
era grandota y desgarbada, pero esto tampoco puede ser cierto porque yo todavía era una colegiala de trenzas,
calcetines altos y falda escocesa, y mantengo un romance peligrosamente prolongado con la amnesia.
La señorita Delia se pintaba los labios de tonos anaranjados,
y al terminar la clase se apoyaba en el quicio de la puerta y al ritmo de sus
palmadas salmodiaba con ritmo lento: ¡Vayan saliendo pó favoooooooo! ¡Vayan
saliendoooooo!.
La señorita Delia era nuestra profesora de inglés, lo único
que recuerdo de sus clases es “repeat, please” y “next” cuando quería que
siguiera la lectura cualquiera de nosotras en nuestro balbuceante inglés macarrónico
güan, tu, tri, tisis mai doj an datis yur cat. Creo que la exasperábamos bastante.
La señorita Delia nos dio clase durante tres años; sexto,
séptimo y octavo. Y durante esos tres años se empeñó en que acabáramos leyendo
en su idioma cualquier texto. A trompicones y con una desgana más aparente que
real, fuimos capaces de leer artículos de periódicos ingleses y cualquier cosa
que no estuviese escrita en lenguaje técnico.
La señorita Delia era una buena profesora, y últimamente me
acuerdo de ella mucho, como mínimo, dos veces en semana.
Este cuatrimestre tengo una asignatura que se llama
Socio-Legal English y si me esfuerzo y le pego una buena limpieza a los
desvanes de la memoria es posible incluso que apruebe. No me atrevo a pensar en
la alegría si apruebo; habré superado una de las asignaturas-escollos que para
mí tiene este Grado.
Y si apruebo, estudie lo que estudie, se lo debo única y
exclusivamente al tesón y a la
profesionalidad de la Señorita Delia.
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