Parece que el mercado inmobiliario ha sufrido otra bajada. A pesar de eso, inasequible al desaliento, sigo intentando vender mi casa, pero…….quizá, sea el síndrome de la zorra con las uvas, o quizá la consecuencia de que es muy mía, pero ya no intuyo su venta como una necesidad, sino más bien como un azar que puede suceder si la coreografía de los astros es la apropiada, pero que si no se da, desde luego no va a empeorar mi vida.
Haciendo fotos de los rinconcillos que mas me gustan para colgarlos en los portales inmobiliarios, compruebo que dejar esta casa (en el improbable caso de tener que hacerlo) no es algo de lo que pueda salir indemne.
Todas las fotos anteriores, se referían a algún acontecimiento, algún momento con su propio significado, donde los principales actores son las personas, y el lugar es solo eso, un decorado circunstancial que arropa la escena.
Sin embargo, fotografiar los espacios, simplemente para mostrarlos, para que “alguien” se haga una idea de cosas tan anodinas como los metros cuadrados o el estado de conservación, es una autoinvasión de la intimidad que deja una sensación extraña.
Las cosas por las que paseas la vista a diario se vuelven coquetas y toman protagonismo al estar atrapada en imagen. Cualquier detalle, cualquier objeto va contando una pequeña historia cotidiana.
Otras cosas que han conquistado su sitio, por comodidad, por desidia, se ven reflejadas como estorbos simplemente por no cumplir las normas no escritas sobre la coherencia decorativa.
Coherencia que en esta casa nunca ha existido puesto que no está decorada, sino vivida.
Grifos escogidos entre muchos, cuadros artesanales, bicicleta en mitad del salón, los libros, las chorradas que los acompañan en las estanterías, muebles regalados con amor y sacrificio, las revistas, los trofeos, los cojines, las mantitas del sofá, el añejo ajuar (tacitas, copitas, platitos que van rodando de mudanza en mudanza)…….¿Son estorbos?. No. Son cosas.
Son mis cosas.
