N. de la A: Nunca se me han dado
bien los signos de puntuación, antes, normalmente ponía comas de menos, desde
que estudié su correcto uso, pongo de menos y de más, pido disculpas a los que
sepan de estas cosas, a mí no me sale de otra manera. Gracias.
Odiseo, que era un liante, se
inventó una especie de sociedad de juramentados entre todos los pretendientes
de la bella Helena para que no se mataran entre ellos con la ansiedad de no
podérsela beneficiar ninguno, salvo el elegido por la muchacha.
Con este apaño
consiguió dos cosas, a saber:
1º Casarse con Penélope; que sí,
bueno, no era Helena pero guardaba un lejano parecido familiar, y ya sabemos
que es mejor un premio de consolación, que ningún premio y
2º Pillarse los huevos él solito,
ya que al haber sido uno de los susodichos pretendientes al tálamo helénico,
quedaba incluido en tan rocambolesca hermandad.
Un par de estos desdeñados
muchachos, que se aburrían como ovejas áticas, decidieron irse a la guerra de
Troya, que fue más o menos un parque temático para entrenar guerreros y deshacerse de
segundones molestos durante un tiempo
considerable, se sanearon filas y sangres endogámicas, todo en el mismo lote.
Así que en virtud del juramento propuesto por Odiseo tuvieron que ir desfilando
para las murallas de Troya en fila de a tres (o de a cinco, vaya usted a saber)
con carita de “mira que marcial voy con la poquita ganas que tengo”.
Nuestro héroe, que a la sazón
vivía a cuerpo de rey, (que era lo que legal y moralmente le correspondía) con
su Pe y su pequeño Telémaco; pasaba de tan castrense paseo y le dio por hacerse
el maharón, a ver si colaba, pero no coló y allá que se plantó en las murallas
con otros pocos cientos de vociferantes griegos rezumando testosterona y
desesperanza, ya llevaban lo suyo con el asedio y como todos sabemos, son una
pesadez y suelen tener tendencia al infinito.
Pasan unos 10 años, se les ocurre
la tontá del caballo y ponen fin a lo que llevaba siendo su modo de vida los
dos últimos lustros.
Claro, pero no es lo mismo un tío
de veintyalgo con la bóveda craneoencefálica llena de gorriones revoloteando,
la clámide oliendo a suavizante y recién planchadita; que un colega de
treintaypico con diez años de guerra entre pecho y espalda, acostumbrado a los
vivacs para cenar lo que sea, al que la perspectiva de volver a casita igual le
resulta aburrida. Por muy hermosa que
sea Ítaca al atardecer.
Así que en esto, con lo de Troya
finiquitado, deciden 12 patrones con sus
12 tripus (una flotilla en toda regla) no volver a casa todavía, “total, si Ítaca no
se va a mover de donde está”.
En los poemas no se habla de las
familias que llevaban 10 años mirando para el horizonte sin saber si estaban
vivos o muertos o jugando al mus con el Psicopompo, o triscando en los
Asfódelos cual sátiros vegetarianos, esa incertidumbre, ese miedo infinito no
supone nada en los cantares épicos. Nada comparado con la heroicidad sin
parangón de tan ilustres guerreros.
Nuestra Pe, a esas alturas, con
un hijo preadolescente y como gobernadora consorte de las jónicas, se las había
apañado para esquivar un par de levantamientos populares (el personal se torna
muy levantisco con el síndrome de claustrofobia isleña), algún que otro
terremoto, una epidemia por cada primavera y el resto de sobresaltos que supone
un buen gobierno.
No existía el pilates, ni el
airboxing, ni el mindfullness, ni los prozac, ni los lexatines, poco se podía
hacer, aparte de bordar o tocar el aulós con insistente melancolía. Puestos a escoger, le pareció que
bordar era menos molesto para los que la rodeaban, y a ello se ponía todas las
tardes un rato cuando acababa con sus obligaciones.
Le gustaba especialmente bordar
pajaritos, pero de eso no se dio cuenta hasta que no iba por más de la mitad
del tapiz, así que cuando ya tenía casi lista una bandada entera de estorninos
sobre el esmerado paisaje, se entretenía en descoser puntada a puntada los
pequeños cuerpecillos emplumados en movimiento, y volverlos a bordar una y
otra vez, encontrando una extraña paz en la repetición de la labor.
En aquellos tiempos una mujer en
el trono, equivalía más o menos a plaza vacante y lo que originó un chorreo constante de opositores al puesto de
Odiseo, que la
llevaba a ella como presea accesoria.
Cuando la movida de los
pretendientes se puso cansina, y estaban a punto de acabar con todas las reservas de la isla, no se le
ocurrió mejor idea que recordarles a todos la estirpe de héroes griegos de la
que procedían, como su propio marido ausente, y la hazaña de Jasón y los
argonautas a la búsqueda del vellocino, los arengó convenientemente y les colocó
la milonga del gamusino de oro que se encontraba más allá de las Joirades y de
las columnas de Heracles. Mucho más pallá, buenooooooo, muy lejos, en un sitio
donde solo podían recalar los auténticos hombres griegos descendientes de los mismísimos
dioses, y al grito de ¡Δεν αυγά! los animó a buscarlo, prometiendo su mano al
que retornara triunfante con el gamusino adornando su mascaron de proa.
El día de la partida de tan
gorrona cohorte, Penélope se subió al monte Nérito viendo cómo se alejaban las
naves, con los gallardetes (que ella misma había bordado, uno por pretendiente)
ondeando con el lema ¡Δεν αυγά!. Una sonrisa de alivio se dibujaba en sus
labios mientras canturreaba “Sarandonga nos vamó a comé, sarandonga un arró con
bacalao…” y bajaba a saltitos como una chiquilla en dirección a palacio.
Un par de veces llegaron heraldos
y emisarios de los reinos de algunos de ellos, pero ella los agasajaba y los
mandaba de vuelta con la noticia de que ya habían partido de Ítaca, que pronto
estarían en sus palacios. “¡Hombre ya! No haber dejado que vinieran a darme el
coñazo, ¡Hala hala que corra el aire!”
Y los días, los meses y los años seguían pasando en la isla como filas de
procesionarias; lentos, tóxicos, interminables y sin sentido.
Mientras, nuestro Odiseo se
dedicó a ver mundo, así, sin más, porque un hombre, un héroe, tiene sus
necesidades, y eso, al contrario de sus obligaciones, es muy importante.
Tuvo que sacar a tirones y a la
fuerza a las tripulaciones de la isla de los lotos donde todos andaban
amnésicos y pasados de rosca, se montó un rollo enológico con Polifemo y al
final lo timó, lo dejo ciego y lo hizo quedar de imbécil con sus colegas, se
liaron con el regalo de Eolo y montaron un temporal de órdago.
Once tripulaciones acabaron
sirviendo de merienda y la que quedó terminó transformada en los primos griegos
de Babe, menos mal que nuestro Odiseo lo arregló con un buen revolcón, o
varios, con la hechicera Circe con churumbel de recuerdo y pudieron salir más o
menos airosos de semejante trance.
Lo de las sirenas fue otra
historia, y eso que Circe ya los tenia advertidos, pues nada, “que mira que es
que me hace mucha ilu escucharlas de cantar”……. ¡Ayyyyy jomio que poquitas luces! Así que cantando,
cantando, el cante llegó hasta Ítaca, que las sirenas cuando se ponen a vacilar
se convierten en unas sabandijas de lo más cotillas, y no iban a dejar de pasar
la ocasión de que todo el Egeo estuviera bien informado de las correrías de la
tripu superviviente.
No contentos con todo esto,
Odiseo y sus compinches siguieron enredando: que si nos comemos unos filetes de
ternera (con el consabido cabreo del dueño de las vacas) que si nos traga un
remolino y que si ya que estamos me paso una temporadita retozando con Calipso
y le hago otro par de chiquillos.
Total que nuestro rijoso y
prolífico héroe acaba en las playas de su Ítaca hecho unos zorros 20 años
después de su partida y sin reconocer siquiera el terreno que pisaba.
Llegó con sus ínfulas de héroe,
en el otoño de su vida, a las puertas de una Penélope que no guardaba ni el
recuerdo de lo que era tener marido.
¡A ver! ¡El rey ha vuelto! ¿Dónde
está mi arco que pueda poner en su sitio a los usurpadores?
¿Perdonaaaaa? -Penélope lo recibió
en el umbral – “Aquí no hay usurpadores querido, esta isla tiene reina
legitima, y soy yo”. Le echó una mirada de arriba abajo, giró volviendo a
entrar en palacio dándole con la puerta en las narices.
Pasmado bajo la sombra de las
columnas, Odiseo la oyó cantar mientras se alejaba hacia el interior “tu solo
quieres quererme en primavera, pero yo no soy Pinocho que el corazón tiene de
madeeeeeraaaaa….”
Odiseo, anonadado, volvió
despacio a la playa y se sentó sobre la arena. A pesar de los cíclopes, las
tormentas, los remolinos, los escollos… nunca, hasta ese momento, el mar le
había parecido un sitio tan inhóspito.