LA ODALISCA OTOÑAL

Desde que su hija se fuera a otra provincia por cuestiones profesionales, se había dedicado a llenar sus horas con cosas diversas, había una oferta amplia en la asociación de vecinos, talleres artesanales, bailes de salón, y alguna que otra cosa más oriental tipo yoga o taichí.

Optó por la cerámica, siempre le había gustado trabajar con las manos, lo que la hizo famosa en la familia por sus originales galletas y un pan casero de lo más creativo.

Una tarde, a la salida de la clase de esmaltes, vio un cartel de un nuevo curso de danza del vientre, sonrió, -Debería apuntarme, hace mucho que no muevo el físico.

Rellenó la consabida inscripción, fue al chino de guardia del barrio y compró un bonito pañuelo color cereza salpicado de tintineantes monedillas de latón. Como si fuera un secreto vergonzoso, se lo probó en la intimidad de su dormitorio, iniciando unos torpes movimientos que hicieran sonar la sugerente sonaja, después de un par de vaivenes de cadera, se echó a reír, se lo quito y pensó que había sido una buena idea.

La sonrisa le duró toda la tarde, mientras participaba en el club de lectura, volvía a ver su imagen en el espejo con el pañuelo atado sobre el chándal, haciendo torpes movimientos, y seguía sonriendo.

Después durante la cerveza que solían tomar a la salida del club, oía en los ecos de su cerebro las monedas entrechocando y seguía sonriendo. Ese sonido se le antojaba como carcajadas de angelitos juguetones de esos de los cuadros de Murillo. Alguna de sus amigas sugirió que tal vez se había enamorado, porque no encontraba otra explicación para ese gesto divertido y ausente. Ella no se molesto en aclarar nada, y seguía sonriendo.

Y, por fin, llegó el primer día de clase.

Hicieron calentamientos y estiramientos, algún abdominal y sacaron los pañuelos: movimientos de cadera de puntillas, andando, pelvis recta, esta pierna estirada, la otra semiflexionada, y un constante sonido de tintineos más o menos acompasados con el ritmo de tambor que emanaban de los altavoces. Y así durante una hora en la que no dejó de sonreír ni un momento.

Esa noche soñó con algo exótico y agradable.

Al día siguiente, al intentar levantarse, comprobó que uno de sus tobillos estaba seriamente dañado. Por la intensidad y la localización del dolor, supo que no era ninguna tontería.

Se duchó y se vistió como pudo y llamo un taxi que la llevara a urgencias.
Una semana después le dieron de alta con media pierna envuelta en vendas elásticas.

Se recuperó lentamente, y volvió a sus clases de cerámica.

En la lámpara de la habitación que usaba de taller, colgó su maravilloso pañuelo sonoro. Mientras se afanaba sobre el torno, dándole forma a una vasija o a un plato, la brisa de la ventana hacia entrechocar las moneditas, llenando el aire de risas de angelitos.
Ella, soñadora, seguía sonriendo.

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